quinta-feira, 18 de agosto de 2011

Frankenstein

Por: Mary Shelley


Capítulo 9

(...) Nada más penoso para la mente cuando, luego de que los sentimientos alcanzaron la más alta tensión, por obra de los hechos, llega la calma, esa que quita al alma todo sentimiento de esperanza como de miedo. Justine había muerto; ella yacía en paz y yo seguía vivo. La sangre corría libremente por mis venas, pero mi corazón era agobiado por el remordimiento y la desesperación. Nada conseguía calmarme. No dormía, vagaba como si fuera un espíritu del mal, pues había cometido delitos imposibles de describir y el destino me reservaba (estaba convencido de ello) muchas más cosas. Sin embargo, mi corazón era bondadoso y sentía amor por el bien. Mi vida había estado llena de buenas intenciones, y tenia deseos de ponerlas en práctica, siendo útil a mis semejantes. Ahora, todo eso estaba destruido; en lugar de esa serenidad de conciencia que me permitía mirar el pasado con satisfacción, para conseguir de él la promesa de nuevas esperanzas, estaba atrapado por el remordimiento y la culpa, que me arrojaban al infierno.
El estado de mi mente quebrantó mi salud, que nunca se había recuperado del todo. La alegría y la felicidad humanas eran una tortura para mí. Mi único consuelo era estar solo, en la más profunda soledad, oscura y mortal. Mi padre observó, con dolor, ese cambio en mi temperamento y mis costumbres y con argumentos que extrajo de su conciencia limpia y su vida recta, intentó darme fuerzas y despertar ese coraje que me impulsara a borrar la escura nube que me abatía. (...)

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