quinta-feira, 7 de julho de 2011

Las familias que viven más cerca del volcán cuentan su drama

Son los habitantes de los parajes Monsalve y El Arbolito a 17 kilómetros del cráter. Allí hasta el Nahuel Huapi cambió su color azul por verde oscuro. Un equipo los visitó en sus casas tapadas de cenizas. 


Qué buscará la gallareta, ese pájaro negro que anida en el cerro? El ave estira su pata y raspa y raspa, pero nada: una arcilla gris cubre todo lo que fue hierba buena para vacas y ovejas. A orillas del Nahuel Huapi, la capa de piedra pómez y ceniza volcánica supera el medio metro. La padece esa gallareta hambrienta y también Juan Carlos, Dora y Nicanor, los habitantes de los dos parajes más cercanos al Puyehue, el volcán que cuando abrió la boca cambió el color del lago, el aire y el ritmo del paraje El Arbolito y su población vecina, Monsalve.

Apenas el gomón parte de Bahía Brava, en La Angostura, crece el macizo Rincón. El mismo nombre lleva ese brazo del Nahuel Huapi. La ceniza cambió su color azul habitual por un verde oscuro y raro. Pero el macizo sigue ahí y más allá, a 17 kilómetros del epicentro de la erupción, está la casita a medio hacer de Juan Carlos Martínez, 49 años, todos en la montaña. El paraje se llama El Arbolito por la auraucaria gigante que asoma en la ladera. “Tiene más de 400 años”, dice Juan Carlos, rostro quemado por el frío y el sol.
Cuando Juan acerca el gomón a la bahía, los terneros Hereford lo miran como mascotas. La postal es surrealista: los animales meditan en la arena gris, esa arena se extiende al agua, que no tiembla: está estancada. Vacas en una playa, como si alguien las hubiese puesto por error. “Tienen hambre, pobrecitas. Las voy a subir a un lanchón para llevarla a Piedra del Aguila. No pueden estar más acá”, recita Juan.
La semana pasada perdió una vaca madre y tomó la decisión. Para alimentarlas, necesita ocho fardos por día que cuestan $30 cada uno. “Imposible”, se resigna.
La casita de Juan es de madera y la energía viene de la pantalla solar. Descansa en el piso el cuero de una vaca recién carneada.
La arena está manchada de sangre.
La panza del animal es para que coman los chimangos. “Sentimos el temblor y escuchamos, con miedo, cómo la piedra golpeaba en el lago. Y de repente todo se puso blanco: la bahía parecía una estadio iluminado cuando vino la ceniza con el atardecer. Estuvimos cuatro días aislados y la vaca nos salvó”, cuenta Juan.
Detrás del cerro Tres Hermanas asoma el plumón del Puyehue, que todavía fuma.
La ceniza se respira y amarga la garganta. Se pega en la cara, en el pelaje de las ovejas. Juan sabe que ese talco se quedará ahí por mucho tiempo. “Una buena lluvia lavaría el bosque, pero ni nieve cae”, piensa Juan. A 5 kilómetros está la casa de Dora y Nicanor Jara. Ladra Aquira, la perra de Juan que parió cinco cachorritos mientras la piedra pómez modificaba el paisaje.
Población Monsalve tiene dos habitantes. Para llegar hay que caminar por la orilla del lago hasta un claro. La entrada la forman dos pinos y el resto hay que adivinarlo. Veinte metros adentro del bosque aparece la sonrisa de Dora y la bendición de su mate. Su abuelo, Humbero Monsalve, desvirgó el lugar en 1913. Por ahí también pasó su papá, Pedro. Y ahora ella y su marido Nicanor son los que custodian esa flora salvaje. “Esta era mi huerta”, señala Dora y pone el índice en un rectángulo seco. “Acá estaban las acelgas y el apio. De este lado planté salvia. No quedó nada.Por suerte salvé las arvejas y las papas”, explica la mujer, de 52 años.
Petunia se llama la perra que arría el ganado. En el corral destartalado por el peso del material volcánico, siete ovejas esperan el alumbramiento. En la casa de Nicanor, una comunidad de ratones colilargos fue a buscar lo que no encuentran en el bosque: comida. “Así que me traje dos gatos, Lucía y Joaquín, los Pimpinela, para que las espanten”, avisa Nicanor. Para sacar el colchón de cenizas, que pasó el metro, alrededor de la casa, quince personas de una iglesia pentecostal llegaron para ayudarlos. “De esta vamos a salir, no podemos echarle la culpa a nadie ¿Quién es capaz de parar lo que cae del cielo?”, interroga Nicanor.
Casi al pie del Puyehue, cuando su estela de humo se recorta en el cielo, ni el graznido de una oveja puede quebrar el silencio. Dora, Juan y Nicanor le ponen nombre propio a esos retazos de tierra agreste. Queda mucho por sacar y sin embargo sigue cayendo. Mientras uno muda a sus vacas, los otros, las guardan: son las estrategias de la resistencia. ¿Quién volverá a pintar de azul el lago? Lo sabrán los coihues, en su esquelética belleza, cuando desde su mirador observen que esa piedra decanta.

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